Foto de Marta Ramos
Rememora
Raúl Ortega que en conversación con Osvaldo Navarro, este le habló
de un ritual que acontece en ciertas regiones del Tibet: mezclar las
cenizas de los muertos con la comida que le dan a las palomas. Quien
contara esto fue la misma persona que compartiera con Elena Tamargo
varios años de vida, y a quien reconoció una maestría poética más
allá de los altibajos de la vida en común. Además de Osvaldo tuvo
Elena otros maestros que fueron apareciendo en su momento justo,
vivos o muertos, a lo largo de viajes, mudanzas y aprendizaje
constante. Siempre habló de ellos con gratitud, estableciendo una
sucesión de correspondencias que los enmarcaba en un mismo linaje.
Eso
me fue revelado por primera vez en Agartha
City, hace justo tres años, aquella noche en que el poeta Carlos
Díaz Barrios la invitara a leer y a hablar de su obra. Hablo de
revelación porque en principio había algo velado para mí tras la
apariencia de mujer exquisita que me dio la bienvenida. Vestida como
por modisto hábil, el pelo tratado en algún salón, la boca pintada
de un rojo intenso, encubierta la blancura de su pecho con un
chalequito que imitaba un plumaje exótico, y en su mano izquierda un
guante tejido, no parecía la mujer de campo que decía ser. Pronto
descubrí que esos caprichos de vanidad eran detalles consentidos a
una belleza clásica, donde por momentos se posaba el ardor o la
tristeza. No sabía entonces en cuántos escenarios , de cuántas
maneras distintas habría de ver ese cuerpo rotundo que menguó en el
climax de la enfermedad; cómo contemplaría ese rostro en lecturas
públicas, en la convalescencia, en la agonía…
El
campo que le dio la vida le abrió también los ojos a la tristeza,
al dolor ajeno, a la soledad, según le comentara en una muy completa
entrevista con Luis de la Paz para el Diario de
las Américas. El campo que no es idilio, y también lo es. Hay en
ese discurrir natural una puerta muy certera para la entrada de lo
poético. En una reseña a su libro “Días ya vacíos” Madeline
Cámara lo dice de este modo: “En otros poemas encontramos una
imagen que se repite en libros anteriores de la autora: la mujer que
ama la naturaleza, pero no de modo pasivo sino ella misma queriéndose
fundir con elementos sencillos pero rebeldes del mundo natural como
la hierba y el caballo/la yegua, símbolos recurrentes en su
bestiario. Elementos puramente estéticos se confunden con
referencias quizás biográficas: el ser mujer con infancia en un
pueblo, o la fantasía de haber sido una “niña que hurgaba la
tierra con su sexo”.Este tipo de imaginería nos obliga a situar a
Tamargo dentro de la escritura femenina que valida lo Material y lo
Corporal dentro de esa nueva espiritualidad donde la Naturaleza no se
queda en el telón de fondo donde la situó en su día el
Romanticismo.” Muy cierto cuando leemos a Elena; aunque fue una
mujer de mucho estudio su poesía mantiene una conexión esencial con
las fuentes de la vida, y de ahí la razón de que pudiendo ser solo
una mujer culta terminó siendo una mujer sabia. Aún cuando muchos
de sus poemas se deagajan de pies forzados de Osvaldo Navarro, o que
se apropien por momentos de la voz de otros poetas como Celan o
Lorca, Elena sustenta su poesía en una realidad que experimenta con
el cuerpo y para el cuerpo, que ya se sabe que sin él el alma, y
hasta los dioses, fueran reducidos a nada. Hay también, tal vez a
causa de esta valoración de lo tangible una conexión con el
acmeísmo ruso, que preconizó una recuperación semántica de la
palabra por encima del símbolo.
El
tilo, la miel, el agua, la saliva, la
sangre, están en el sustrato de su escritura conectando visiones,
olores, memorias táctiles. “Cuando me pongo triste me vienen los
diez años/ las crines que a mi padre enloquecían,/ sus atuendos de
monte y el olor a tabaco”. La memoria es la fuerza impulsora de la
poesía”, escribió Elena en su ensayo sobre el poeta Juan Gelman,
que es como decir que la evocación es la vocación del poeta. Pero
la poesía, como sustancia viva, está hecha también de los olvidos
de la memoria que participa de ese proceso de hilar imágenes, de
reconstruir en el tiempo. El sufrimiento y la pérdida dejan vacíos
en ella, incógnitas que el poeta buscará salvar iluminando lo
difuso a través de la certeza emocional. Elena no solo reconocía su
distinción por la poesía alemana, sino por toda aquella marcada
por el sufrimiento provocado por una ideología, por el exilio, por
lo que llamó “la retirada del sitio natural de enunciación”.
Posiblemente esta deferencia se acentuó en la experiencia de Moscú,
porque antes de ello la autora reconoce que “los más elementales
atisbos de política, los efectos y las causas me eran también
ajenos”. Ese viaje a Rusia fue un privilegio que muy pocos
escritores en la Isla podían tener. Una salida del país en plan
diplomático era un lujo, no había por qué esperar riesgos. Pero
soplaban los vientos de la Perestroika y se quitaba el polvo a
aquellos poetas difíciles, incómodos, a los que como dijera la
poeta a de la Paz en esa entrevista, morían en Rusia por un puñado
de versos. “Esos poetas me cambiaron el rumbo”. A través de lo
registrado por los poetas de la tormenta puede reconstruirse lo que
fue una época atroz. No parecía ser la poesía la más inocente de
las ocupaciones cuando los gendarmes de la cultura dieron cuenta de
tantas voces aliadas al bien y a la verdad.
El
látigo del exilio, al decir de Raúl Ortega, los llevó a vivir una
larga temporada en México. “Allí me hice maestra”, dice Elena
agradecida. Allí se acoge a la hermeneútica, que pondera la
reflexión sobre el análisis. En la casa de la calle Gabriel Macera,
como antes fuera en la casa de Lacret en Santos Suárez, van los
amigos cubanos en busca del refugio amoroso de los poetas Navarro y
Tamargo. “…en ese pueblo del volcán junto al poeta comencé a
recordar las palabras más antiguas de mi vida” Están ceniza,
dios, vaca, nieve, tristeza, carne, piano, plátano macho, piedad…,
cuenta en su novela inédita sobre el cáncer. Pero ese valle no
estaba lleno solamente de presencias, sino de extrañamientos.
¿Dónde queda la loma de Cabañas, su bahía y el astillero con su
entrar y salir de barcos? ¿Dónde el mar de la Habana, ciudad que la
adoptó, seduciéndola? “Ay, mi ciudad, mi pasto/ mi sitio
recurrente/a la hora en que duermen las palomas.” “La Habana es
mi memoria sana”, resumió. En ese valle donde sus días comienzan
a hacerse más y más de tierra, el nevado de Toluca le reveló que
“un cuerpo puede ser un templo y una hoguera, guarder distintos
fuegos/ doler de dos maneras.” El volcán es una metáfora del
cáncer, descubre la mujer que sabe asociar. “Y el cuerpo mío de
nieve/que es el mismo/sigue ardiendo en las noches como un
cañaveral.” Un día su cuerpo tenía un agujero perenne: la boca
del volcán, pensé al verlo. Por ahí le monitoreaban el avance de
la enfermedad. Comprendí qu ese agujero, que ella tapaba de la vista
de todos, era la boca de la muerte que por allí soplaba con
persistencia.
Murió
Osvaldo de súbito y Elena experimenta otra
cara del exilio; ahora en Miami, a donde ya había partido su único
hijo, nombrado Nazim por el poeta turco exiliado y muerto también en
tierra extraña. “Inasilado-inarchivado-inasistido,/ sin lápida,
sin tumba, sin ciprés”. “He venido a Miami a curarme”, dijo
quien creía en el valor terapeútico de las palabras. “Las
palabras son mis amuletos, creía en el pensamiento, en la cabeza, en
los ritos que las religiones le hacían a la cabeza…” En esta
ciudad destapó un culto fervoroso. La mimaron los poetas y los
pintores, los fotógrafos y los actores, los periodistas y los snobs.
Ella quería derramarse en todos, dar bautismos de poesía, enseñar,
y en esa entrega poder sanar. Según los principios de retribución
del bien, por todo lo que dio y germinó de sí, debió curarse.
¿Dónde estuvo el error, qué falló entonces? Si la poeta advirtió
en Agartha City que la perseverancia es más fuerte que el destino…
“Vuelve
el delirio a mi placenta antigua/ Entre légamos agrios/ y pomada y
vendaje/ antes que el tiempo expire en un violento abrazo.” Años
atrás había escrito en el poema “Sobre un papel mis trenos”:
“¿Alguien sabrá que estoy desamparada”. Por ese tiempo la poeta
era aún más bella, ganaba premios literarios en la Habana, traducía
versos del misterioso alemán. Elena no era una mujer de quejas; amó
a la vida y le cantó, también al amado, al pastor del monte, al
hombre de otra arcilla, pero el desconcierto también fue registrado
cuando su cuerpo “fue rajado en dos como una palma por un trueno”.
En el poema “Compás de espera” apunta: “Mi pasado está
invadido y lloro lentamente”. Y también: “me dan miedo mi pueblo
y sus hombres”, “Estorbo como estorban los almendros’.
Siempre
me llamó la atención el título de su poemario “El caballo de la
palabra”. Ya sabemos de su preferencia por el caballo, animal que
rondó su infancia, y que encarna la inteligencia y un sentido muy
propio de la libertad. En “El ultimo poema del año del alma” la
autora se identifica con la yegua que “retoza suavemente sobre el
rocío” y “le da lecciones al sabio y al dragón”. Pero el
caballo es también en la regla de Ocha el iniciado que presta su
cuerpo (o se le toma) para una comunicación mágica. “Y para ello
un dios me ha prestado su lengua”. La monta del caballo hace que el
santero se convierta en oráculo y hable por los orishas. Es el
portavoz elegido por los dioses. Pero el que ha visto la monta de
este tipo de caballo sabe como queda exhausto, como consume energías
en el trance. “…porque la diosa en medio de sus mitos/ vive mi
vida y me abandona”. Elena fue ese cuerpo/ caballo/ oráculo. Su
dios fue la palabra , pero no la retórica sino la que nombra,
enseña, es.
Esta
interpretación tan simbólica puede ser más realista que la más
realista de las explicaciones.Pero no puedo dejar de pensar que el
cuerpo de Elena, decidido en su voluntad y amparado en la fe de sus
mayores, se expuso con gran valor a métodos mucho más severos que
vendajes y farmacias. Hoy en día se sabe, aunque se sigue haciendo
gran uso de ella, de las desventajas de la quimioterapia en el
tratamiento del cáncer. Frente a este agresiva cura, Elena pedía
jengibre para las naúseas, cremita para la piel, agua para los
labios secos. Cuando un grupo de amigos con Manny López al frente,
lograron en campaña generosa reunir lo suficiente para cambiar la
estrategia y ponerla en mejores manos, ya el cuepo de Elena había
perdido demasiadas cortezas.
Hay
cosas difíciles de decir, sobre todo cuando ya lo irremediable se
impuso. También cuesta a veces contradecir a las personas que con
buena voluntad hablan por boca de la tradición y la preservación de
ciertos ritos con los que crecimos. Cuando Luis de la Paz se
lamentaba de que varios escritores cubanos muertos en el exilio
carezcan de un lugar de peregrinación, pensé que esto no estaría
en consecuencia con la realidad de quienes no tuvieron hogar fijo, y
fueron precisados o eligieron renunciar a ese espejismo llamado
patria. Tan hijos de la diáspora como el que más, sus tumbas están
en el mar, en un lago, o esparcidos en tierra de nadie. Como en el
Tibet, que mezclando las cenizas con el alimento que le dan a las
palomas, unen la tumba con el vuelo. En el caso de Elena tal vez haya
vuelto al mar de su patio. Ella, que había dejado por el mundo
colecciones de sombreros, platos hermosos, casas tibias que se
desmantelaban en la partida, supo valorar y nombrar este
sentimientto: el desapego. Esa fue la última lección que recibí de
ella cuando le pregunté por cómo asumir la impermanencia de los
objetos con los que nos identificamos.
Aunque
perteneciente a una generación muy
distinta, hay otra escritora cuya memoria siempre me acompaña. Hablo
de Dora Alonso, quien vivió su vida íntegramente en Cuba. Una
escritora que fue encantada con las melodías de la revolución y que
unió su destino íntimo al destino nacional del país en que nació
y murió. Hay que estudiar su vida y obra para entender por qué. Era
muy anciana cuando la visitaba en su apartamento en un tercer piso en
Nicanor del Campo. A sus noventa años su familia le pedía mudarse a
un lugar donde no tuviese que subir escaleras. Llevándome a una
ventana me señaló los ocujes que crecían desde el suelo. “Esos
los sembré yo, no puedo dejarlos”. En esos días se enfrentó a
los del servicio eléctrico por haberlos podado con alevosía.
“Tampoco puedo separarme de ese mar que se ve por la otra ventana”.
Recién
salida Elena de una quimioterapia en el Jackson fui a visitarla
en su casa de Kendall y quise regarle el mariposal que crecía en su
pequeño patio, y que había transplantado del Escambray a México,
de México a Miami. Me prometió regalármelo un día, lo que nunca
sucedió, tal vez porque yo lo quería todo para ella. Dora Alonso
pudo quedarse en Cuba custodiando el mar y los ocujes. Elena cargó
con su mariposal a cuestas, resembrándolo de una tierra a otra, como
a sí misma. El símbolo es más intenso conociendo que la mariposa
blanca es la flor nacional de Cuba.
Lástima de mundo, pena de país que no cuida a sus poetas. Elena Tamargo, como Ana Ajmátova, pudo describir los últimos días de su paso por el mundo: días atribulados, sufridos, vacíos los llamó en un intento tal vez de redimirlos de culpa. Pero tuvo en las palabras su lucidez y amparo, para justificar con Holderlin, que es poéticamente que el hombre habita la tierra: “la casa en tierra ajena / cuando rota en pedazos/ regreso a morir, a temblar/ a recoger del suelo, alzada y mansa/ los restos de mi hoguera/ mis llagas entrañables/ como flores de un patio del infierno”.
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