Similar a los que son los únicos en algo,
soy de las tantas que escriben
poemas en la redonda.
Soy de las tantas que escriben
hasta formar un libro;
de las que buscan un verso aún no podrido,
ni premiado, ni publicado,
pero de indudable valor futuro.
Soy de las que confían
en que su forma de untar
la poesía en la página,
indica cómo se untará la poesía en lo futuro.
Y como trabajo para que las dudas más importantes
sean por el verso eliminadas,
soy de las que se buscan
problemas en todas partes.
Tengo uno de esos matrimonios
donde los dos se toleran,
tengo problemas graves con mis jefes,
problemas que trascienden,
disonancias que la imaginación
antipoética de mis jefes tergiversa
hasta hacerlos parecer como problemas
de corte político,
como peligrosos problemas con el gobierno
que otro gobierno ya hubiera resuelto
con el auxilio –dicen-
de una jaula succionadora,
de una manguera expelente
o de una guerra frontal contra la poesía.
Pero presumo –y lo presumo porque escribo-
que si el gobierno permite
que tanta poetisa como yo ande suelta,
es porque existen problemas mayores
entre nuestro gobierno
y los restantes gobiernos del mundo.
Y en ese conflicto multilateral,
mil veces superior a todos
nuestros conflictos personales,
la poesía es indispensable.
La forma del tiempo
Todas las tardes, a las siete,
hago que hablo con mi marido.
Hago que le comento cualquier cosa o le pregunto.
Imito con los labios temas
de conversación de las parejas.
Pronuncio frases de amor y me convenzo
de que además de relación hago ejercicios
que fortalecen los músculos de la cara
y me acercan a la grata
letanía del matrimonio.
De modo que la cosa espiritual también funciona.
Y mi marido sonríe cuando me escucha,
aunque no dice nada. Debe ser por mí
que sonríe mientras lee la prensa.
Ante noticias cada vez peores
habría que ser malvado o irónico para sonreír
y mi marido no da muestras
de ninguna de estas dos condiciones.
Tampoco me dice nada cuando me ve desnuda,
aunque piense lo peor no me lo dice.
Esto me ayuda a suponer que me ama.
Sin aferrarse
Porque la madurez varía con el tiempo,
es que su forma exterior no tiene forma
ni señas específicas y allá,
por las tres décadas de vida,
lo que llaman madurez, si tiene forma,
es el rostro sin músculos
de un hombre que nos mira
como el que no le gusta lo que ve
o está buscando cuál frase elegir
para despedirse.
Saga de la conducta de aquel hombre,
la pura madurez, en cambio,
tiene todos los términos a su alcance
y no los utiliza. Algún motivo fuerte
hace tonto al mejor hecho
luego que la madurez lo atrapa,
acaso porque en su forma interior,
cuando la tiene,
la madurez es como el silencio
que inunda la noche miserable
en que un hombre nos abandona
y lo afrontamos con serenidad.