Filóloga, poeta, ensayista y traductora cubana, con una vida llena de experiencias sorprendentes. Ella es Elena Tamargo, nuestra entrevistada.
1.—Tu vida ha tocado extremos: el campo en Cuba, La Habana; luego Moscú como parte de la misión cubana en ese país, Alemania, México y ahora Miami donde vive la mayoría de los cubanos como exiliados. ¿Cómo han influido en ti esas etapas?
—El campo fue para mí varias experiencias a la vez, la soledad es una de ellas, mis padres tenían una finca en una loma, de donde se veía la Bahía de Cabañas, donde me crié, se veía el astillero, la entrada y la salida de los barcos, y en las noches las luces; todo eso me daba mucha tristeza. En el campo sentí por primera vez el dolor, cuando un majá se comía una rana o una lechuza le robaba un pollito a una gallina sacada; también los dolores humanos, la falta de agua potable o de corriente eléctrica, que tocaran a la puerta a pedirle a mi papá el favor de llevar a un hijo al hospital, o después de una tormenta, que llegaban las noticias de alguien conocido que lo había matado un trueno o de una familia amiga que había perdido el techo de su casita. Ese dolor, que no es el que definitivamente marcó mi poesía, estaba en el origen de mi poesía. La Habana es mi memoria sana, fue mi primera gran sorpresa, el encuentro con la lengua alemana, que es uno de mis grandes amores. La Habana fue Osvaldo [Navarro] y Nazim y nuestra casa de Santos Suárez, por donde pasaba el mundo. Moscú, la grandeza del alma, la aristocracia espiritual y los poetas que llegarían para siempre, mi panteón lírico. Ya los poetas alemanes me habitaban, pero los rusos, la poesía de la Tormenta, Anna Ajmatova, Marina Tsvietaieva, Eszenin, Blok, Mandelstam, Maiakovsky, esos poetas me cambiaron el rumbo. Fue un privilegio para Osvaldo y para mí vivir la Perestroika como escritores, estar muy dentro de una erupción que cambiaría al mundo, y vivirlo con intensidad, en la amistad con los intelectuales y los artistas mayores de esa Rusia. Hace poco vi que Evgeni Stuchenko donó su datcha de Peredelkino, la aldea de los escritores rusos, para un museo, y me conmovió recordar cuántas veces estuvimos ahí, en esa misma sala, ante esos mismos objetos que estaba donando, y con cuántas figuras de la poesía y de la traducción literaria pudimos compartir esa experiencia política. Llevar a mi hijo Nazim a la casita donde vivió y murió Nazim Hikmet, o encontrarme una mañana helada con Anastasia Tsvietaieva en un hotelito ruso, la hermana de Marina, que acababa de escribir un libro sobre su hermana que le daba la vuelta al mundo. En el 89, compartir con Lev Gumiliov, el centenario de su madre Ajmatova, en St. Petersburg, y entrar a Casa de Fontanka y a todos los humildes espacios donde esa gran mujer escribió y sufrió, y así, muchos momentos, que fueron todos experiencias poéticas, eternas. Porque Osvaldo y yo fuimos diplomáticos, pero como poetas, no como políticos. Alemania es un misterio en mi vida, una pasión que me acompaña desde antes de salir de Cabañas. Siempre fui a esa cultura a buscar mis modelos, tal vez porque amo dos cosas que parece que no pegan, la reflexión y lo romántico, y en la cultura alemana ambas conviven naturalmente. El mito que me acompaña es Hölderlin, he vivido para saberlo todo de él, en él he encontrado todo lo que busco. Él me enseñó con qué dios hablan los poetas. Y eso, en definitiva, es lo más importante. México fue donde Nazim creció, donde yo aprendí hermenéutica, que es mi tesoro. En México todo fue lindo, todo, un camino de conocimiento, de escritura, de investigación. Hasta ese día que mi vida se rajó, como una palma por un trueno.
Miami, la ciudad que me salva, y donde quiero vivir. Porque quiero vivir.
2.— Tu poesía toca fibras muy sensitivas, creo que va acorde a algo que leí tuyo donde dices que: “la meta de la poesía es compartir la propia interioridad con los demás”. ¿Cómo definirías tu poesía?
—Hay dos especies de poetas, decía Oscar Wilde. Los primeros aportan las preguntas; los otros, las respuestas. Hay que saber si uno es de los que responden o de los que preguntan, pues el que pregunta nunca es el mismo que contesta. La poesía, en mí, es una cicatriz que no se cierra: la cicatriz de nuestro tiempo. Mi poesía no niega la dignidad del miedo, ni el consuelo de la confianza. En mi poesía, yo intento que resuciten mis muertos; hay vacas, urnas, arena, nombres, centrales azucareros donde transcurrió mi niñez, pero hay sobre todo un rastrocomo el de las babosas, y mi alma interrogante: lo que sobrevive en medio de las ruinas, que es lenguaje. Porque el lenguaje se abre paso hasta donde queda mudo el horror. Intento decir mi verdad, de este modo la poesía está siempre en camino hacia la lengua adánica, que no es sino el idioma de la justicia exacta de las cosas. Pero sin la fortuna dorada de otros tiempos mi poesía no tendría sentido.
3.—Te defines como hermeneuta. ¿Qué relación realmente hay entre la sabiduría como vía de crecimiento espiritual y el arte como sentimiento y la hermenéutica?
—Creo que la poesía llega a uno como una botella arrojada al mar. La hermenéutica es procurar comprender lo dado, tratar con humildad cada palabra, cada poema. Abordar el papel lingüístico en su relación con lo lógico. Asumir la comprensión desde la radical ignorancia socrática como quien inicia una conversación. El momento más genuino de la hermenéutica es divinatorio, porque leer es juntar dos almas. La hermenéutica a mí me enseñó a privilegiar la reflexión por encima del análisis, creo que nos educaron sólo con análisis. Hay un poema de Paul Celan en Cristal de aliento, por ejemplo, que trata del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, he leído críticas sobre ese poema, en algunas, un suministro vasto de información acerca del horrible crimen, y yo me pregunto, ¿acaso tanta fidelidad al reconocimiento de los hechos no significa una traición al poeta? Porque roto el misterio ¿dónde está la poesía? Por eso la hermenéutica me parece una herramienta tan discreta y apropiada, para comprender la obra de arte y también la vida. En poesía nada se gana con el saber privado, la poesía es el modelo por excelencia del lenguaje, y el lenguaje muestra la finitud de la experiencia humana.
4—Eres una de esas personas que es querida por todos. ¿Qué hay en Elena Tamargo que toca a los demás?
—Pido a gritos que me quieran, creo que lo hago todo porque me quieran, y las personas me son imprescindibles. Me gusta devolver todo lo que me han dado, lo que he aprendido, lo que he estudiado, me gusta enseñar. Y en el fondo, yo he sido muy feliz, así es que algo de eso doy. Nunca pido nada a cambio, ni se me ocurre.
5.—Vuelvo a la primera pregunta, pero con una intención más personal. Has recibido golpes muy duros. ¿Cómo logras la entereza y la razón de vida para continuar?
—Yo creo que el secreto de mi vida es vivir poéticamente, y no es un secreto, es una lección, una fidelidad, dice Hölderlin, “es poéticamente que el hombre habita esta tierra”, y yo de Hölderlin y de Osvaldo, lo he aprendido casi todo. Saco fuerzas porque quiero mirar la carita de Nazim por muchos años, y porque tengo que publicar los extraordinarios libros de Osvaldo Navarro que quedaron inéditos. Saco fuerzas de la vida de otros poetas que han sufrido mucho más. Anna Ajmatova es un modelo de vida para mí, no creo que haya una poeta que haya sufrido más que ella, y siempre pudo. Sabes, hay un texto de ella muy crudo, es el Prefacio de su extraordinario poema Requiem. Ella tenía que hacer largas filas bajo la nieve para acercarse a la puerta de la cárcel donde estaba preso su hijo Lev Gumiliov, porque ni siquiera era para visitarlo, esas filas eran para saber si aún seguía vivo, ella cuenta esto: EN LUGAR DE PREFACIO. En los terribles años de Yezhov pasé diecisiete meses en las colas de las cárceles de Leningrado. En una ocasión, alguien, de alguna manera, me reconoció. Entonces, una mujer de labios azules que estaba tras de mí, quien, por supuesto, nunca había oído mi nombre, despertó del aturdimiento en que estábamos y me preguntó al oído (allí todas hablábamos en voz muy baja): –Y esto, ¿puede describirlo? Y yo dije: Puedo. Entonces, algo parecido a una sonrisa asomó por lo que antes había sido su rostro.
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