Foto tomada del internet de Sean Gallagher
LA RUTA DE LA SEDA
Jesús J. Barquet
(Tomado
de la revista Casa de las Américas, año LI, número 267,
abril-junio 2012, pp. 38-41)
Flojo,
flojísimo
el
desagüe
ante
el
torrente.
José
Lezama
Lima
a
isel
rivero,
en
la
confirmación
de
sus
Hurones
Como
se abre un puerto o una gran hembra en celo
se
inicia este silencio con palabras borradas
o
que ya no se dejan permear por lo que digan.
Huyen
sabiendo
decirnos
entre
el
viento
aquello
que la tierra se cansó de proclamar:
raíces
de espuma, artefactos de cansada perfección,
utensilios
de común extravío hace ya lustros
—treinta,
cuarenta, cincuenta calendarios—
son
hoy estas tuercas nunca lubricadas, este manual
jamás
leído
con
instrucciones
estrictas
de
tenernos
que
olvidar.
Sabían
ya
que
en
la
palma
de
la
mano
traíamos
la
ruta
de
la
seda:
la
estirpe del gusano, el mercado febril de la cochinilla,
camellos,
elefantes, alcatraces, galeones
arguyendo,
cruzándose entre sí, sin mirarse a los ojos,
y
nosotros, o yo, como siempre, descuidados creyendo
que
la tierra en su poción de isla tendría en algún sitio
guardada
la respuesta, que no la había
olvidado.
En
mancuerna, entre retazos de arbustos espinosos
anduvimos
la ciudad como andamios
que
querían
reconstruir
los
cimientos:
adoquines
dispuestos en un orden risible
o
juguetes
de
patio
barridos
por
la
lluvia
fue
todo lo que había. En algún centro estaba, previmos
la
Escala
de
Jacob
cayéndonos
encima:
caer
sobre
caídos.
Pero
no,
no
debíamos
haber
confiado
en
que
la
lluvia
hiciera
nuestro
trabajo,
y
sin embargo, confiamos:
le
permitimos al agua enceguecida correr y abrirse entre deslaves
de
odio, con garras, con espuelas, sin alas, sin pulsiones
de
amatista o lapislázuli.
Creíamos
que
el
agua
sería
algún
día
un
río
entre
las
piedras,
que
audaces caravanas de pieles y caricias traerían el amor
a
nuestra casa en medio de un desierto que veíamos
cada
vez más en ruinas.
Confiamos
y creímos, pero al final un hueco
hondo,
hosco
y
oscuro
se
abrió
ante
nuestros
pies,
sin
desagüe;
y
a
manera
de
estrofa
trajo
el
viento
un
único
verso
decidido
a
borrarse
y
a borrarnos.
Lo
que quiero ahora aquí es que cuente
esa
última voz
y
que nos cuente y que contemos con ella.
Si
dice abuso y coerción, creámosle.
Si
dice afecto y compañía, también hay que creerle.
Si
por
cansancio
o
por
piedad
dice
el
silencio,
abrámosle
entonces
el
corazón o la razón o sinrazón que aún nos quede.
Porque
si no supimos retroceder hasta el fósil
que
antecedió
a
esta
historia
de
tantas
teñiduras
y
allí,
ante
él,
deshacerla
en
polvo
o
ceniza
vergonzante
para
que
el
propio
camino
y
no
sólo
la
seda
fuese
mortal y errante como la seda
—escurridizo
tejido
en
desliz
que
convida
y
se
deja
acariciar—;
si
no supimos o no pudimos o no quisimos hacerlo
y
el abrazo de placer que nos clava la vista o el poema, entero,
no
llegó
a
conformarnos,
no
hay ahora por qué reclamarle a ese verso solitario y callado
lo
que a nosotros mismos habría que reclamar.
Ahora
aquí,
al
final
tal
vez
ya
de
algún
principio
o
precipicio,
no
hay
más
que
un
sacapuntas
sin
filo,
un
alfiler
abierto
de
curandera, un roto espejo de azufre
esperándonos
siempre
en
el
umbral
de
la
casa,
de
la escuela, del taller, de la oficina.
Es
un
reflejo
tosco
que
nos
persigue
o
que
somos:
noche
a
noche
en
la
alcoba
crece
allí
y
nos
aguarda
como
un cadáver tatuado de efemérides patrias
que
nos
obliga
al
sexo
interminablemente
a
oscuras,
mientras,
dueño
del
baño,
un
cieno
gris
de quinquenios nefastos
nos
impide olvidar lo que no llegó a río.
Si
busco
entonces
refugio
en
la
cocina,
allégase
mi
madre
como
tantas
madres
ausentes,
cubierta
por
un
mortuorio
manto,
blanco,
de
amargos chocolates y bizcochos caseros
mitad
quemados ya o quemándose por dentro.
Y
en los estantes, los libros —mis libros—
con
sus
millares
de
ojos
fatigados
por
inútilmente
leernos:
borrosos
y
dispersos
me
ignoran
sus
palabras, sus lomos y sus versos
—incluso
este poema me borrará en lo que digo.
No
obstante,
quisiéramos
verlos
en
nuestra
travesía
que
creímos
de
seda
ir
siempre a nuestro lado,
ayudar
con
el
fardo
o
con
las
cuentas
como
bitácora u hoja
de
ruta o de coca.
Pero
imposible
nos
es
ahora
tenerlos
en
nuestras
manos
(muñones),
leerlos
con
estos
ojos
(de
ciegos).
Al
final ya,
ni
seda ni ruta sedosa,
sino
el
salitre
ríspido,
los
truncos
y
sulfúreos peldaños
que
trenzan
nuestros
pasos.
Por
eso, un verso terco,
con
pretensión de estrofa,
dicho
al desgaire, húmedo
y
vacío pero venido
desde
un reflejo mayor,
como
Enviado,
sea
quizás lo único que cuente
y
que
nos
cuente
un
día.
Por
lo que si dice abuso y coerción, creámosle;
si
dice afecto y compañía, sigámosle creyendo;
mas
si
por
piedad
o
cansancio
no
dice
sino
el
silencio
y
huye después espantado,
pensemos
que
sólo
lo
hizo
para
saber
la
cantidad de esperanza o salvación
que,
pese a nosotros mismos,
imperturbable
aún
nos
quede.
Las
Cruces,
septiembre-octubre,
2011
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