para Ele
Himno a la inmortalidad
Alegre, como si pudiera hacer feliz a las criaturas,
audaz, como si los espíritus me venerasen,
vuela hacia ti mi espíritu con la fuerza del amor
para verte en los rayos de tu mirada.
Ya se estremece el visionario embriagado
de gozo ante la dorada aurora de tu recinto
y, más cerca de tu regazo divino,
la bandera del guerrero desafía la fortuna y el tiempo.
Los ejércitos de Orión resplandecen en torno a mí,
orgulloso resuena el paso de las Pléyades.
Se imaginan que su salvaje estruendo
ha de durar eternidades.
Majestuosamente en su carro de fuego
llevado a través de los campos de la inmensidad,
desde que el caos dominaba,
Helios exigía para sí inmortalidad.
También allá los gigantes en el país de las tumbas,
riscos, tormentas y océanos,
creen que no tiene fin el vínculo de su creación,
enraizados en el plan eterno del mundo;
sin embargo, se acerca la hora de la destrucción,
terriblemente bella como la espada del vencedor.
Tierra y cielo han desaparecido,
como los rayos vienen y van.
¡Retorna, brillante plumaje,
al recinto donde la vida habita!
¡Triunfa, triunfa de nuevo,
bandera de la victoria, donde reina la diosa!
Si retumban los polos y los astros se hunden
en el abismo de la caducidad,
beberá el alma el placer de la victoria,
elevada sobre la fortuna y el tiempo.
Cuántas veces en la lúgubre medianoche,
cuando corrían ardientes lágrimas de lamento,
cuando el hombre lleno de desesperación comenzaba
a discutir con Dios y el destino,
miraste a través de las turbias nubes
consolando al hijo del dolor.
Más allá, dijiste con amor y paz, más allá
aguarda el bello premio para el que persevera.
¿No tendría el hombre que maldecir la vida?
¿No debería la virtud en su camino de espinas
buscar consuelo en los brazos de la destrucción,
engañada por una mentirosa ilusión?
La libertad humana querría aniquilar las leyes de la naturaleza;
con ciego furor desearía,
como los arrepentidos las riquezas robadas,
arrojar el bien que ha heredado.
¡No!, mientras al alma viva
y un Dios habite en el cielo
y el infierno tiemble ante el Juez,
inmortalidad, tú eres, tú eres.
Aunque el blasfemo se jacte de su lengua de víbora
y el escéptico de su frivolidad,
la osada mentira no puede profanar
los entusiasmos de la inmortalidad.
Cuando los fuertes irrumpan ante los déspotas
para reclamar el derecho de la humanidad,
para destrozar las cadenas de los tiranos,
para fulminar con maldiciones a todos los siervos de príncipes,
cuando en el fragor del combate a muerte
en que ondea la bandera de la patria,
con valor, hasta que descuartizados los heroicos brazos,
se alcen por millares las filas.
La plenitud de las grandes esperanzas
ya es todopoderosa en el valle de las tumbas.
Del clemente destello benéfico del futuro
beben los mortales la fuerza de los héroes.
¡Cómo desaparece la vida terrena,
madre de los espíritus! Si de tu mano
ebrios de victoria nos elevamos
a la sublime patria de los espíritus:
Donde la noble flor de la virtud
florece no manchada por gusanos,
donde el pensador en el templo
ve las profundidades limpias y manifiestas,
donde ningún tirano reina sobre las ruinas,
ninguna cadena atenaza el alma,
donde se entrega el premio a la muerte heroica,
alabanza de Dios a quien ha muerto por la patria.
Donde la noble flor de la virtud
florece no manchada por gusanos,
donde el pensador en el templo
ve las profundidades limpias y manifiestas,
donde ningún tirano reina sobre las ruinas,
ninguna cadena atenaza el alma,
donde se entrega el premio a la muerte heroica,
alabanza de Dios a quien ha muerto por la patria.
¡Aguardad un momento, Oriones!
Calla, estruendo de las Pléyades.
Cubre, sol, corona de tus rayos.
Respirad en silencio, tormentas y océanos.
Apresuraos todos, criaturas del tiempo,
a las solemnes celebraciones,
pues, perdido en el entusiasmo,
el visionario piensa en la inmortalidad.
¡Mirad! Las canciones de los hombres callan
donde el placer del alma es inefable,
con pudor se pliegan las alas del canto
donde el espíritu olvida su finitud.
Cuando los espíritus se reúnen ante Dios
para celebrar la victoria del alma,
el serafín sólo puede balbucear arrobado
donde callan los borrachos labios de los hombres.
Friedrich Hölderlin
(Tomado de “Los himnos de Tubinga”, traducción de Carlos Durán y Daniel Innerarity)
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